Antonio López
Antonio López pinta la Gran Vía. Lleva años pintándola, y vuelve siempre, significativamente, a su tramo más histórico (el primero), más precatálogo: el arranque desde Alcalá, ascensión y curva, hasta la cumbre de la Telefónica, primer edificio madrileño con voluntad de rascacielos.La Telefónica es el edificio que le da argumento y orientación a la naciente, excesiva (entonces) y desorientada Gran Vía. A partir de ahí se levanta una sucesión de telefónicas que hacen de la Gran Vía una calle americana mucho más que europea. Acentuado últimamente ese americanismo, cuando las legendarias y enigmáticas joyerías son ya tenderete de hamburguer, Antonio López, este Velázquez lírico y manchego, se queda en el tramo o tranco primero, bella curvatura, que tiene ya o todavía tenebrosidad de origen, bruma de tiempo, color de abismo y encanto de tiendas que van mal. No todas las ciudades (quizá hoy ninguna en Europa: mejor no recordar la reconsagración de París por Buffet) cuentan con un pintor genial/universal que haya encontrado la fiebre de cosa viva, no ya en la tapia solar o el desmonte canalla (literarios por sí mismos), sino en la pulcra y usada apariencia de un Banco, de una Banca, cuyos muros se erosionan de impagados, nos alegramos por Madrid y nos alegramos por Antonio López (Tomelloso universal), a quien La Mancha nos permitió elegir entre el ramo plural y deslumbrante de Benjamín Palencia, Félix Grande, Gregorio Prieto, Eladio Cabañero, García Pavón, Juan Alcaide, Agustín Úbeda. Uno ha seguido de cerca a este ángel de zurrón, hermético y tardío, que es Antonio López, sufriendo sus dubitaciones y aplazamientos. Quizá creía el pintor que se había atrancado en el cómo, pero se había atrancado en el qué, y la ciudad, en su miocardio de gran ciudad, la Gran Vía, le ha estimulado como a tantos creadores de la modernidad, desde Baudelaire.
Antonio López, quizá, busca en el Madrid recrecido lo mismo que buscaba en sus paisajes de Tomelloso: un rebrillo último o primero, esa manera de comportarse que tiene la realidad, una herida de sol en el pecho de cristal de un mirador. La vida, en fin, que su pupila distribuye en joyas.
